Columna de Soledad Bacarreza: Inalcanzables

 

Florence Griffith Joyner celebra su medalla de oro en los 100 metros de Seúl 88 (AFP)

 

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Por Soledad Bacarreza

Se cumplieron 26 años del récord mundial de Jackie Joyner Kersee en el heptatlón, marca que consiguió en los Juegos Olímpicos de Seúl, en 1988. 26 años también pasaron desde el récord mundial de Florence Griffith Joyner en los 100 metros, en Indianápolis, julio del 88. Y el 29 de septiembre se cumplen también 26 temporadas desde que la misma FloJo batió dos veces en Seúl 88 la marca de los 200 metros. Imbatibles, eternas. Ambas miembros de una dinastía que incluía a Al Joyner, marido de Florence y hermano de Jackie, campeón olímpico en Los Ángeles 84 en salto triple. Y a Bob Kersee, esposo de Jackie y entrenador de esta familia donde abundaron las medallas, los récords y las sospechas de anabólicos, hormonas de crecimiento y cuanta sustancia sirviera para burlar controles antidopajes. Pero ninguno de ellos dio jamás positivo. Ni siquiera el último control al que sometieron a Florence, el día de su autopsia en 1998: la reina de la velocidad murió asfixiada a los 38 años durante un ataque de epilepsia.

Jackie es asmática. FloJo tenía epilepsia y angioma cavernoso congénito en el cerebro. Dos estrellas con patologías severas sometidas a un altísimo grado de exigencia física, de estrés competitivo, bajo una atención mundial creciente. Las extraordinarias marcas y el estilo explosivo y transgresor de FloJo hicieron que las atenciones se centraran en un atletismo que ofrecía por primera vez glamour y esplendor. Florence fue la primera que entendió que las pistas podían ser un buen negocio si además de correr rápido, se ofrecía un espectáculo adicional de belleza y estilo. Una tendencia que Usain Bolt, el hombre show del momento, ha sabido adaptar a la perfección aprovechando también que sus registros se asemejan a los de la velocista estadounidense, es decir, marcas como de otro planeta. Pero Bolt también, al igual que estas dos ex astros de las pistas, está constantemente bajo la sospecha de abuso de sustancias prohibidas. Un precio que se sigue pagando a cambio de triunfos y fama.

La muerte de Florence Griffith no hizo otra cosa que aumentar las dudas. ¿Cómo era posible que una atleta que un año parecía una gacela, al otro se asemejara a una fisicoculturista, o que una asmática pudiera correr 800 metros sin siquiera faltarle un poco de aire? Para el caso, ya no se sabrá, a menos que alguno de los involucrados en esa época -el ex atleta Darrell Robinson hasta hoy jura haber recibido dos mil dólares de Griffith por una buena dosis de hormona de crecimiento- muestre alguna prueba concreta que valide las sospechas.

Sin embargo, volveríamos a lo mismo. Saber o no saber en nada cambiará el sistema deportivo. Cuando se ofrecen miles de dólares por un récord mundial, no se puede además exigir fair play. La plata manda por sobre cualquier escrúpulo en un ambiente donde las reglas están claras desde un principio. Sin doping no hay récords, no hay premio, no hay espectáculo y no hay negocio en el deporte. Se viene abajo el sistema. ¿Con qué moral vienen los dirigentes del COI a exigir honradez si al mismo tiempo ofrecen plata por traspasar los límites? Porque batir un récord y matarse en la competencia es justamente eso: empujar los límites más allá de lo esperable. Eso es lo que vende, y si los cerebros que rigen el deporte quieren show, no pueden al mismo tiempo pretender ser los custodios de una moralidad que constantemente ellos mismos ponen a prueba.

Una pena la muerte de Florence. Una tragedia que se escribió desde el momento en que empezamos todos a batir palmas con sus récords, sus tenidas deportivas fuera de toda norma y sus uñas de dimensiones imposibles, cuyo acrílico quedó informado el día de su autopsia. Una tragedia en ciernes que fue avalada por el sistema, cuando se le ofreció tapar un control positivo durante Seúl 88, Juegos que no aguantaban un escándalo más después de lo de Ben Johnson, a cambio del retiro, lo que se concretó cinco meses después. O al menos así dicen los rumores de la época. Lo cierto es que las sospechas de falsedades siguen, y seguirán siempre mientras el engranaje deportivo no decida cambiar y aceptar que los fantásticos récords son todos artificiales, tanto como las uñas de la propia Florence.

GRAF/JG

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